miércoles, 5 de agosto de 2009

Manifiesto del Surrealismo (Parte 2)


André Bretón


No estoy dispuesto a admitir que la inteligencia se ocupe, siquiera de paso, de semejantes temas. Habrá quien diga que esta parvularia descripción está en el lugar que le corresponde, y que en este punto de la obra el autor tenía sus razones para atormentarme. Pero no por eso dejó de perder el tiempo, porque yo en ningún momento he penetrado en tal estancia. La pereza, la fatiga de los demás no me atraen. Creo que la continuidad de la vida ofrece altibajos demasiado contrastados para que mis minutos de depresión y de debilidad tengan el mismo valor que mis mejores minutos. Quiero que la gente se calle tan pronto deje de sentir. Y quede bien claro que no ataco la falta de originalidad por la falta de originalidad. Me he limitado a decir que no dejo constancia de los momentos nulos de mi vida, y que me parece indigno que haya hombres que expresen los momentos que a su juicio son nulos. Permitidme que me salte la descripción arriba reproducida, así como muchas otras.

Y ahora llegamos a la psicología, tema sobre el que no tendré el menor empacho en bromear un poco.

El autor coge un personaje, y, tras haberlo descrito, hace peregrinar a su héroe a lo largo y ancho del mundo. Pase lo que pase, dicho héroe, cuyas acciones y reacciones han sido admirablemente previstas, no debe comportarse de un modo que discrepe, pese a revestir apariencias de discrepancia, de los cálculos de que ha sido objeto. Aunque el oleaje de la vida cause la impresión de elevar al personaje, de revolcarlo, de hundirlo, el personaje siempre será aquel tipo humano previamente formado. Se trata de una simple partida de ajedrez que no despierta mi interés, porque el hombre, sea quien sea, me resulta un adversario de escaso valor. Lo que no puedo soportar son esas lamentables disquisiciones referentes a tal o mal jugada, cuando ello no comporta ganar ni perder. Y si el viaje no merece las alforjas, si la razón objetiva deja en el más terrible abandono -y esto es lo que ocurre- a quien la llama en su ayuda, ¿no será mejor prescindir de tales disquisiciones? «La diversidad es tan amplia que en ella caben todos los tonos de voz, todos los modos de andar, de toser, de sonarse, de estornudar...»(2) Si un racimo de uvas no contiene dos granos semejantes, ¿a santo de qué describir un grano en representación de otro, un grano en representación de todos, un grano que, en virtud de mi arte, resulte comestible? La insoportable manía de equiparar lo desconocido a lo conocido, a lo clasificable, domina los cerebros. El deseo de análisis impera sobre los sentimientos(3). De ahí nacen largas exposiciones cuya fuerza persuasiva radica tan sólo en su propio absurdo, y que tan sólo logran imponerse al lector, mediante el recurso a un vocabulario abstracto, bastante vago, ciertamente. Si con ello resultara que las ideas generales que la filosofía se ha ocupado de estudiar, hasta el presente momento, penetrasen definitivamente en un ámbito más amplio, yo sería el primero en alegrarme. Pero no es así, y todo queda reducido a un simple discreteo; por el momento, los rasgos de ingenio y otras galanas habilidades, en vez de dedicarse a juegos inocuos consigo mismas, ocultan a nuestra visión, en la mayoría de los casos, el verdadero pensamiento que, a su vez, se busca a sí mismo. Creo que todo acto lleva en sí su propia justificación, por lo menos en cuanto respecta a quien ha sido capaz de ejecutarlo; creo que todo acto está dotado de un poder de irradiación de luz al que cualquier glosa, por ligera que sea, siempre debilitará. El solo hecho de que un acto sea glosado determina que, en cierto modo, este acto deje de producirse. El adorno del comentario ningún beneficio produce al acto. Los personajes de Stendhal quedan aplastados por las apreciaciones del autor, apreciaciones más o menos acertadas pero que en nada contribuyen a la mayor gloria de los personajes, a quienes verdaderamente descubrimos en el instante en que escapan del poder de Stendhal.

Todavía vivimos bajo el imperio de la lógica, y precisamente a eso quería llegar. Sin embargo, en nuestros días, los procedimientos lógicos tan sólo se aplican a la resolución de problemas de interés secundario. La parte de racionalismo absoluto que todavía solamente puede aplicarse a hechos estrechamente ligados a nuestra experiencia. Contrariamente, las finalidades de orden puramente lógico quedan fuera de su alcance. Huelga decir que la propia experiencia se ha visto sometida a ciertas limitaciones. La experiencia está confinada en una jaula, en cuyo interior da vueltas y vueltas sobre sí misma, y de la que cada vez es más difícil hacerla salir. La lógica también, se basa en la utilidad inmediata, y queda protegida por el sentido común. So pretexto de civilización, con la excusa del progreso, se ha llegado a desterrar del reino del espíritu cuanto pueda clasificarse, con razón o sin ella, de superstición o quimera; se ha llegado a proscribir todos aquellos modos de investigación que no se conformen con los imperantes. Al parecer, tan sólo al azar se debe que recientemente se haya descubierto una parte del mundo intelectual, que, a mi juicio, es, con mucho, la más importante y que se pretendía relegar al olvido. A este respecto, debemos reconocer que los descubrimientos de Freud han sido de decisiva importancia. Con base en dichos descubrimientos, comienza al fin a perfilarse una corriente de opinión, a cuyo favor podrá el explorador avanzar y llevar sus investigaciones a más lejanos territorios, al quedar autorizado a dejar de limitarse únicamente a las realidades más someras. Quizá haya llegado el momento en que la imaginación esté próxima a volver a ejercer los derechos que le corresponden.

Si las profundidades de nuestro espíritu ocultan extrañas fuerzas capaces de aumentar aquellas que se advierten en la superficie, o de luchar victoriosamente contra ellas, es del mayor interés captar estas fuerzas, captarlas ante todo para, a continuación, someterlas al dominio de nuestra razón, si es que resulta procedente. Con ello, incluso los propios analistas no obtendrán sino ventajas. Pero es conveniente observar que no se ha ideado a priori ningún método para llevar a cabo la anterior empresa, la cual, mientras no se demuestre lo contrario, puede ser competencia de los poetas al igual que de los sabios, y que el éxito no depende de los caminos más o menos caprichosos que se sigan.

Con toda justificación, Freud ha proyectado su labor crítica sobre los sueños, ya que, efectivamente, es inadmisible que esta importante parte de la actividad psíquica haya merecido, por el momento, tan escasa atención. Y ello es así por cuanto el pensamiento humano, por lo menos desde el instante del nacimiento del hombre hasta el de su muerte, no ofrece solución de continuidad alguna, y la suma total de los momentos de sueño, desde un punto de vista temporal, y considerando solamente el sueño puro, el sueño de los períodos en que el hombre duerme, no es inferior a la suma de los momentos de realidad, o, mejor dicho, de los momentos de vigilia. La extremada diferencia, en cuanto a importancia y gravedad, que para el observador ordinario existe entre los acontecimientos en estado de vigilia y aquellos correspondientes al estado de sueño, siempre ha sido sorprendente. Así es debido a que el hombre se convierte, principalmente cuando deja de dormir, en juguete de su memoria que, en el estado normal, se complace en evocar muy débilmente las circunstancias del sueño, a privar a éste de toda trascendencia actual, y a situar el único punto de referencia del sueño en el instante en que el hombre cree haberlo abandonado, unas cuantas horas antes, en el instante de aquella esperanza o de aquella preocupación anterior. El hombre, al despertar, tiene la falsa idea de emprender algo que vale la pena. Por esto, el sueño queda relegado al interior de un paréntesis, igual que la noche. Y, en general, el sueño, al igual que la noche, se considera irrelevante. Este singular estado de cosas me induce a algunas reflexiones, a mi juicio, oportunas:

  1. Dentro de los límites en que se produce (o se cree que se produce), el sueño es, según todas las apariencias, continuo con trazas de tener una organización o estructura. Únicamente la memoria se irroga el derecho de imponerlas, de no tener en cuenta las transiciones y de ofrecernos antes una serie de sueños que el sueño propiamente dicho. Del mismo modo, únicamente tenemos una representación fragmentaria de las realidades, representación cuya coordinación depende de la voluntad (4). Aquí es importante señalar que nada puede justificar el proceder a una mayor dislocación de los elementos constitutivos del sueño. Lamento tener que expresarme mediante unas fórmulas que, en principio, excluyen el sueño. ¿Cuándo llegará, señores lógicos, la hora de los filósofos durmientes? Quisiera dormir para entregarme a los durmientes, del mismo modo que me entrego a quienes me leen, con los ojos abiertos, para dejar de hacer prevalecer, en esta materia, el ritmo consciente de mi pensamiento. Acaso mi sueño de la última noche sea continuación del sueño de la precedente, y prosiga, la noche siguiente, con un rigor harto plausible. Es muy posible, como suele decirse. Y habida cuenta de que no se ha demostrado en modo alguno que al ocurrir lo antes dicho la «realidad» que me ocupa subsista en el estado de sueño, que esté oscuramente presente en una zona ajena a la memoria, ¿por qué razón no he de otorgar al sueño aquello que a veces niego a la realidad, este valor de certidumbre que, en el tiempo en que se produce, no queda sujeto a mi escepticismo? ¿Por qué no espero de los indicios del sueño más lo que espero de mi grado de conciencia, de día en día más elevado? ¿No cabe acaso emplear también el sueño para resolver los problemas fundamentales de la vida? ¿Estas cuestiones son las mismas tanto en un estado como en el otro, y, en el sueño, tienen ya el carácter de tales cuestiones? ¿Conlleva el sueño menos sanciones que cuanto no sea sueño? Envejezco, y quizá sea sueño, antes que esta realidad a la que creo ser fiel, y quizá sea la indiferencia con que contemplo el sueño lo que me hace envejecer.

  2. Vuelvo, una vez más, al estado de vigilia. Estoy obligado a considerarlo como un fenómeno de interferencia. Y no sólo ocurre que el espíritu da muestras, en estas condiciones, de una extraña tendencia a la desorientación (me refiero a los lapsus y malas interpretaciones de todo género, cuyas causas secretas comienzan a sernos conocidas) sino que, lo que es todavía más, parece que el espíritu, en su funcionamiento normal, se limite a obedecer sugerencias procedentes de aquella noche profunda de la que yo acabo de extraerle. Por muy bien condicionado que esté, el equilibrio del espíritu es siempre relativo. El espíritu apenas se atreve a expresarse y, caso de que lo haga, se limita a constatar que tal idea, tal mujer, le hace efecto. Es incapaz de expresar de qué clase de efecto se trata, lo cual únicamente sirve para darnos la medida de su subjetivismo. Aquella idea, aquella mujer, conturban al espíritu, le inclinan a no ser tan rígido, producen el efecto de aislarle durante un segundo del disolvente en que se encuentra sumergido, de depositarle en el cielo, de convertirle en el bello precipitado que puede llegar a ser, en el bello precipitado que es. Carente de esperanzas de hallar las causas de lo anterior, el espíritu recurre al azar, divinidad más oscura que cualquiera otra, a la que atribuye todos sus extravíos. ¿Y quién podrá demostrarme que la luz bajo la que se presenta esa idea que impresiona al espíritu, bajo la que advierte aquello que más ama en los ojos de aquella mujer, no sea precisamente el vínculo que le une al sueño, que le encadena a unos presupuestos básicos que, por su propia culpa, ha olvidado? ¿Y si no fuera así, de qué sería el espíritu capaz? Quisiera entregarle la llave que le permitiera penetrar en estos pasadizos.

  3. El espíritu del hombre que sueña queda plenamente satisfecho con lo que sueña. La angustiante incógnita de la posibilidad deja de formularse. Mata, vuela más de prisa, ama cuanto quieras. Y si mueres, ¿acaso no tienes la certeza de despertar entre los muertos? Déjate llevar, los acontecimientos no toleran que los difieras. Careces de nombre. Todo es de una facilidad preciosa.

  4. Me pregunto qué razón, razón muy superior a la otra, confiere al sueño este aire de naturalidad, y me induce a acoger sin reservas una multitud de episodios cuya rareza me deja anonadado, ahora, en el momento en que escribo. Sin embargo, he de creer el testimonio de mi vista, de mis oídos; aquel día tan hermoso existió, y aquel animal habló.


Notas:

(2) Pascal.

(3) Barrès, Proust.

(4) Es preciso tener en cuenta el espesor del sueño. En general, tan sólo recuerdo lo que hasta mí llega desde las más superficiales capas del sueño. Lo que más me gusta considerar de los sueños es aquello que quede vagamente presente al despertar, aquello que no es el resultado del empleo que haya dado a la jornada precedente, es decir, los sombríos follajes, las ramificaciones sin sentido. Igualmente, en la «realidad» prefiero abandonarme.



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